En este texto te mostramos una arista que tal vez no habías considerado en tu lucha por un matrimonio más feliz: enfocarte en ti, siempre.
El matrimonio, a pesar de su mala fama, puede convertirse en un estado de plenitud en todos los sentidos. El problema es que muchas personas no sabemos cómo resolver los pequeños conflictos cotidianos, y se acumulan convirtiéndose en una montaña enorme y llena de espinas.
Las parejas entonces, se soportan con resignación, viven juntos pero separados afectivamente, o viven en un eterno y árido conflicto. Si tú también haces de todo, pero sientes que la relación matrimonial no mejora, y/o quieres prepararte para los problemas, cuando lleguen, ¡enhorabuena!
No estoy aquí para darte lecciones. Estoy aquí para ayudarte a considerar dos puntos fundamentales en tu lucha por vivir este matrimonio santo, sólido y luminoso que Dios y tu corazón anhelan.
Ten cuidado con el por qué haces las cosas
Si, para que tu vida matrimonial mejore, te has dejado la piel, pero en tu arduo trabajo, tu finalidad es conseguir que el otro al fin escuche, o que vea y valore tus esfuerzos, en resumen, para que el otro cambie, ¡vas por mal camino!
Te confieso, he escuchado mil veces que esperar que el otro cambie es inútil, pero no había asimilado radicalmente esas palabras hasta que luego de mucha oración, lectura y consejos, comprendí que en mi vida, ni mis hijos, ni mi esposo, ni mis hermanos, padres o amigos están obligados a “ser como yo quiero”.
Algunas veces, desde la superioridad moral que (según yo) me daba mi posición (de madre, de esposa, de adulta…), he tratado de imponer ciertos estándares a quienes están junto a mi. Me he decepcionado cuando no han hecho “lo que deberían”, me he entristecido, y hasta me he atrevido a ser condescendiente: “pobrecitos ellos que no comprenden lo que yo veo con tanta claridad”.
En un día de esos, me golpeó duramente la frase del Evangelio de Mateo: “Y ¿por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano y no miras la viga que está en el tuyo?” (Mt 7: 3). Entendí también las palabras de Jesús que reclamaba con dolor que sus discípulos “viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden” (Mt 13, 13).
Imposición disfrazada de amor
Ahí estaba yo, discípula de Jesús, sin ver, pero viendo. Recapacitaba doliéndome de lo que he hecho sufrir a los que “amo”, imponiéndoles mi punto de vista “porque así creo que debe ser”.
Recordé entonces el amor incondicional, puro, sano e inmenso de Dios hacia mi, pues a pesar de mis muchos tropiezos, sigue presente, hablando y habitando mi obscuro corazón.
Entonces, me golpeó la realidad de mi error: la única que debe cambiar, que debe dejar el control, que debe procurar amar más y mejor, soy yo. Y eso incluye dejar ir las expectativas y generar un amor no posesivo, que invite e inspire, pero no lo que yo deseo, sino lo que Dios murmura en el corazón de los míos.
Confía, Dios habla siempre y a todos
En mi vida personal, me he hallado frecuentemente atrapada entre lo que sé que Dios me dice y la voluntad de otros de asumir ese llamado que percibo.
Lee por favor de nuevo mi oración anterior. Nota conmigo el gran error (ahora me río, pero ¡ah, cómo me costó comprenderlo!). Yo esperaba que otros asumieran “lo que Dios me dice”, sin considerar que Dios no solo me habla a mi. Y que no siempre lo que yo intento escuchar de Sus palabras, está completo.
Me explico mejor: yo deseaba que mis hijos se acercaran más a Jesús, e intenté poner cantos religiosos en casa, contar a la hora de la comida historias de la Biblia, orar con cada uno en distintos momentos. Me sentía un poco frustrada, pues sentía que ellos huían de esos momentos, no los valoraban ni eran útiles, al menos como yo imaginaba su reacción ante mis esfuerzos.
Tenía en el trabajo días especialmente difíciles, y dejé un poco libres a mis pequeños de mis esfuerzos por potenciar su vida espiritual, cuando me sorprendieron mis hermosos hijos de 10 y 8 años pidiéndome que los llevara a que el sacerdote les mostrara cómo ser monaguillos y ayudar en la celebración de la misa. ¡No podía creerlo!
Yo había vislumbrado en mi corazón que Dios tenía sed del amor de mis pequeños, pero había “tomado acción” como yo creía mejor, olvidándome que Dios también hablaría con mis pequeños, y necesitaba que yo estuviera preparada y dispuesta para llevarlos, animarlos y acercarlos a esa iniciativa que ellos estaban teniendo.
No debe suceder “lo que tú anhelas”
Una oración preciosa que te invito a hacer a partir de ahora, es la oración de abandono. Como la que hizo Jesús en el huerto de los Olivos: “no se haga mi voluntad, sino la Tuya”. Tú y yo podríamos decirle a Dios: “me abandono en Tus manos, quiero lo que quieres, porque Tú lo quieres, como Tú lo quieres, hasta que Tú lo quieras”.
¿No sería absolutamente liberador? Entonces, tu vida matrimonial, la educación de tus hijos, tu participación en la Iglesia, tu influencia social, no sería “lo que tú quieres”, sino un escenario para que se cumpla la voluntad de Dios, que inspira tu corazón, pero cobrará realidad y acción siempre bajo el poder y designio del Todopoderoso y nuestra libertad personal que Dios respeta absolutamente.
¿Por qué esto ayudaría tu relación matrimonial?
Existe una hermosa imagen para mostrar una manera siempre efectiva de mejorar nuestra relación matrimonial. Te la coloco acá debajo.
Como puedes ver, todo tiene qué ver con la cercanía tuya y de tu esposo (y tu familia) con Dios, y en cómo pones en práctica Su voz en tu corazón.
Muchas cosas en tu vida, en la vida de pareja lastiman. Son dolores viejos que han dejado cicatriz, y punzan cuando vuelven a ser lastimados. La vida matrimonial no es fácil, El panorama se ve a veces luminoso y a veces nublado o tormentoso. Para esos momentos obscuros, no olvides, que tú eres responsable solo de ti. Y con mejorar tú, haces mucho, muchísimo.
La única persona que puede guardar silencio, dar consuelo, ser cariñosa, colocar dulzura donde hay amargura, perdonar donde hay resentimiento, eres tú. No puedes forzar esto mismo en otro, porque no sería genuino, pero sí puedes trabajar en ser una persona que de amor desde el corazón así como Dios nos lo da: libre, paciente, intenso, incondicional.
Esforzarnos en actuar en nosotros, y dejar a Dios el cambio en el corazón de los demás, nos quitará muchos dolores de cabeza y nos permitirá concentrarnos en esas vigas que tenemos en los ojos, que, confesemos, son más grandes de lo que deberían.
Dios nos guíe para hacer esto realidad ahora que lo hemos vislumbrado.