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¿Dónde quedó el Estado laico?

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Estado laico en México y neutralidad del gobierno ante la religión
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La madrugada del 1 de septiembre, en la zona arqueológica de Cuicuilco, ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación participaron en una ceremonia de “consagración” de sus bastones de mando y servicio. Pueblos originarios encabezaron el rito, en el que se invocaron símbolos y elementos de religiosidad ancestral para “purificar” a quienes ahora ostentan la máxima responsabilidad judicial del país.

El hecho, más allá de su valor cultural, plantea una pregunta de fondo: ¿dónde quedó el Estado laico?

Porque cuando una autoridad pública —en este caso los ministros de la Corte— participa activamente en una ceremonia religiosa, está enviando un mensaje simbólico que rebasa lo estrictamente cultural. El rito no fue una exposición museográfica ni un acto académico, sino un acto de consagración espiritual. Y si la laicidad consiste en la neutralidad del Estado frente a toda confesión, ¿por qué la tolerancia se ejerce sólo con algunas expresiones religiosas, mientras que con otras se aplica una censura tajante?

Hace apenas unos días, el presidente de la Comisión Permanente del Congreso censuró a legisladores católicos por el simple hecho de mencionar a Dios en el recinto parlamentario. La crítica fue inmediata: “eso no es compatible con el Estado laico”. Pero, en contraste, ¿qué diferencia hay entre esa oración y la ceremonia de Cuicuilco? En ambos casos se trata de ritos religiosos. La diferencia parece ser qué religión es aceptada y cuál resulta incómoda para el poder político.

No se trata de oponerse al reconocimiento de las culturas indígenas ni de sus expresiones espirituales, que forman parte de la riqueza de México. Se trata de recordar que el Estado laico no es un Estado antirreligioso ni un Estado que privilegia unas creencias sobre otras, sino un marco de neutralidad donde las instituciones del gobierno no deben identificarse ni comprometerse con un credo en particular.

Si se censura la fe católica en nombre del Estado laico, pero se promueven ceremonias de religiosidad indígena en los más altos niveles del poder, lo que se está configurando no es laicidad, sino discriminación religiosa selectiva. Y eso abre una grieta peligrosa: la de usar el discurso de la laicidad como arma ideológica, no como principio de convivencia democrática.

En un país tan plural como México, el verdadero Estado laico debería garantizar dos cosas: que ninguna religión se imponga desde el poder, y que ninguna sea marginada ni ridiculizada en la esfera pública. La pregunta, entonces, sigue en pie:

¿Dónde quedó el Estado laico, cuando se condena a unos y se exalta a otros?

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