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¿Por qué un cristiano no puede apoyar a Israel…ni a Palestina, ni ninguna guerra?

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Imagen con celulares mostrando publicaciones sobre el conflicto entre Israel y Palestina, con el mensaje de que un cristiano no debe apoyar ninguna guerra.
“Ni Israel ni Palestina: el cristiano debe estar del lado de la paz.”
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En las últimas semanas, el algoritmo de las redes sociales me ha mostrado decenas de videos de “influencers católicos” y evangélicos que argumentan porqué un cristiano no puede apoyar al Estado de Israel. No dudo de sus buenas intenciones, pero es preocupante ver cómo la polarización y el tribalismo han llegado también a la Iglesia. Ahora resulta que los cristianos debemos tomar postura política con base en nuestra fe.

Y aunque algunos de los argumentos son válidos —pues ciertamente no se puede apoyar a quienes abusan del poder, promueven la guerra o atentan contra la dignidad humana—, muchos de estos discursos repiten sin matices la narrativa progresista y woke de los grupos pro palestinos.

Para poner algo de contexto, el conflicto entre Israel y Palestina tiene raíces incluso bíblicas, pero su dimensión moderna se remonta a la primera mitad del siglo XX, cuando la ONU propuso dividir el territorio bajo mandato británico en dos Estados: uno judío y otro árabe. Israel aceptó el plan y proclamó su independencia en 1948, lo que desencadenó la guerra árabe-israelí y provocó el desplazamiento de miles de palestinos. Desde entonces, la región ha estado marcada por un ciclo constante de violencia, ocupación y terrorismo.

En 2025, Israel enfrenta acusaciones por el uso desproporcionado de la fuerza y por los bloqueos humanitarios, mientras que Hamas y otras facciones palestinas continúan recurriendo al terrorismo y al asesinato de inocentes. Ambos bandos han cometido violaciones graves al derecho internacional y a los principios más básicos de la dignidad humana.

Aclaremos esto desde el principio: no se trata de molestarse por la postura pro palestina, ni de defender ciegamente las decisiones del gobierno israelí. El punto es que, como católicos o cristianos, nuestro único bando debe ser la verdad del Evangelio y el de la dignidad humana, y esa dignidad ha sido vulnerada por ambos lados en esta guerra.

En estos días la Iglesia reflexiona sobre el Evangelio del Buen Samaritano (cf. Lc 10, 25-37), la más clara muestra de que no podemos ser indiferentes al dolor de nuestros hermanos por razones de religión, cultura o nacionalidad. El samaritano no ve una bandera en el extraño del camino: ve un ser humano, un hermano a quien ayudar.

Por su parte, el Magisterio de la Iglesia afirma que: La paz, explica la Iglesia, no es solo ausencia de guerra, sino la tranquilidad del orden, fruto de la justicia y la caridad (CIC 2304). Por eso, la guerra nunca puede considerarse un instrumento legítimo ni político ni religioso: rompe el orden que Dios quiere para la humanidad. La verdadera paz surge del respeto a la dignidad de las personas, del diálogo y de la fraternidad. El quinto mandamiento prohíbe la destrucción voluntaria de la vida humana e insta a los gobernantes a evitar la guerra siempre que sea posible (CIC 2307–2308). Aunque reconoce el derecho a la legítima defensa, establece límites muy estrictos: el daño debe ser grave y cierto, se deben agotar los medios pacíficos, debe existir posibilidad real de éxito y el uso de la fuerza no puede causar males mayores que el mal que se pretende evitar (CIC 2309).

El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia enfatiza que “la guerra representa siempre un fracaso de la humanidad” (n. 497) y que ninguna nación puede reivindicar justicia recurriendo a la violencia, porque toda guerra “destruye el tejido moral y social” y pone en riesgo la dignidad de las personas (n. 503). Por eso, la Iglesia no se alinea con ningún bando que use la fuerza como medio político o ideológico; su lugar está siempre al lado de la vida, la paz y la reconciliación.

El Compendio condena además el terrorismo “de la manera más absoluta”, por ser una de las formas más brutales de violencia que siembra odio, muerte y deseo de venganza (nn. 513–514). Ninguna motivación política, religiosa o social puede justificarlo, pues el ser humano es fin y nunca medio.

Y advierte con fuerza: “Es una blasfemia proclamarse terrorista en nombre de Dios, porque quien asesina en su nombre pervierte el sentido del martirio cristiano” (n. 515).

Por último, el Magisterio de la Iglesia nos dice que: cualquier acción movida por odio o venganza va en contra de la caridad cristiana. Como señala el Catecismo: “Desear la venganza para el mal de aquel a quien es preciso castigar es ilícito” (CIC 2302) y “El odio deliberado al prójimo constituye un pecado grave cuando se desea su daño o destrucción” (CIC 2303). Ningún acto de violencia, asesinato o represalia puede justificarse moralmente, porque toda vida humana es sagrada y debe ser respetada, incluso en medio de los conflictos más graves.

Concluimos que, de acuerdo a la enseñanza de la Iglesia, el cristiano no debe tomar partido por ningún bando, sino colocarse siempre del lado de la verdad, la justicia y la vida humana. El compromiso del creyente no es con una bandera, sino con la paz de Cristo, que reconcilia a los hombres con Dios y entre sí (CIC 2305).

Por eso, el cristiano auténtico no puede repetir consignas ideológicas ni caer en tribalismos, porque su única bandera es la de Cristo y su Evangelio.

Los videos y discursos que hoy circulan entre creyentes resultan tendenciosos: adoptan la narrativa política de la izquierda woke y apoyan a Palestina desde un discurso fabricado, sin reconocer que, aunque Palestina sea reconocida como Estado, sus gobernantes son en gran parte grupos terroristas que deben ser condenados. Otros caen en un antisemitismo disfrazado de “justicia social”, olvidando que el odio al pueblo judío también ha causado atrocidades a lo largo de la historia.

Este reduccionismo ideológico nos ciega. Porque mientras el mundo entero se conmueve por los conflictos mediáticos, hay otra guerra que el mundo ignora: la masacre de cristianos en África.

En Nigeria, Congo, Burkina Faso y Mali, grupos yihadistas ligados al Estado Islámico y Al-Qaeda ejecutan a hombres, mujeres y niños solo por profesar la fe cristiana. Aldeas enteras son arrasadas, sacerdotes asesinados, fieles quemados vivos durante vigilias religiosas.

Informes de organizaciones como Intersociety y Open Doors documentan más de 20,000 cristianos asesinados desde 2015 y cientos de iglesias destruidas. Sin embargo, los grandes medios prefieren minimizarlo: dicen que no hay pruebas, que son cifras “exageradas”, que es violencia común o tribal. El mismo patrón que se usaba décadas atrás para negar otras persecuciones religiosas.

Pero los testimonios y las tumbas hablan por sí solos. Obispos, misioneros y familias enteras viven entre el miedo y la fe, en medio de un genocidio silenciado, cometido por la misma religión que profesan quienes hoy se presentan como víctimas absolutas.

Y esto no se dice para fomentar odio, sino para abrir los ojos ante una tragedia humana que los medios prefieren callar.

Por eso, cuando nos piden solidaridad selectiva —solo con ciertos pueblos, ciertas causas o ciertas banderas—, debemos recordar que la compasión no tiene fronteras.

Si realmente queremos paz, debemos llorar por todos los inocentes: por los que mueren en Gaza, sí, pero también por los que mueren en silencio en África, perseguidos por el simple hecho de creer en Cristo.

No se trata de elegir un bando político, sino de defender la dignidad humana con la misma fuerza en todos los rincones del mundo.

En la guerra no hay buenos ni malos: todos pierden.

Nuestro deber como cristianos no es sostener banderas ideológicas, sino servir a la verdad a la luz del Evangelio; denunciar toda injusticia, pedir por la paz y cumplir el mandamiento del amor, la caridad y la solidaridad.

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