Estoy convencido de que nuestra sociedad vive un cambio de época, y no una simple época de cambios. En un cambio de época, se transforma la manera en que el ser humano ve el mundo y se sitúa en él, con un conjunto determinado de ideas, valores, lenguajes y símbolos, que configuran el pensamiento común en un lapso histórico.
Constantemente aparecen nuevas necesidades de acuerdo con el contexto en que está inmersa cada una de las personas que vive en este tiempo. La velocidad de los modos de vivir es intensa y acelerada. La dinámica familiar en que crecen los niños, adolescentes y jóvenes está en contraste con lo vivido por los actuales adultos. La forma en que las personas se ganan la vida es distinta a la de hace apenas algunas décadas. Estos cambios se acentúan particularmente en grandes urbes como la Ciudad de México.
Como cristianos, estamos llamados a conocer los signos de los tiempos. El Papa Francisco constantemente nos llama a estar alertas a estos signos: “Los tiempos cambian y nosotros los cristianos debemos cambiar continuamente. Debemos cambiar firmes en la fe en Jesucristo, firmes en la verdad del Evangelio, pero nuestra actitud debe moverse continuamente, según los signos de los tiempos”.
La Iglesia que peregrina en la Ciudad de México necesita estar atenta a estos cambios y responder a los mismos, asumiendo, sobre todo con el testimonio, los valores cristianos que forman parte íntegra de nuestra identidad como Iglesia particular y como pueblo de Dios, especialmente hoy que los grandes referentes de la cultura y la vida cristiana están siendo cuestionados.
El ahora Papa Emérito Benedicto XVI decía que la Iglesia siempre está necesitada de reformas, pero frente a estas reformas, siempre es necesario tener en cuenta que la Iglesia no es nuestra, sino de Cristo, y en consecuencia, los cambios no deben reducirse a un celoso activismo por erigir nuevas estructuras, ya que con esto sólo conseguiríamos tener una Iglesia a nuestra medida, y no la Iglesia auténtica, que sostiene y nutre la fe y la vida de la comunidad de discípulos de Cristo.
Es decir, una renovación “no significa entregarnos desenfrenadamente a levantar nuevas fachadas, sino a procurar que desaparezca –en la medida de lo posible– lo que es nuestro, para que aparezca mejor lo que es suyo, lo que es de Cristo”.
Hoy, el Papa Francisco ha dicho que para entender los actuales signos de los tiempos es necesario hacer silencio, observar, reflexionar y orar.
En este sentido, la Arquidiócesis de México requiere de cambios sobre la base de lo ya establecido, a partir de programas troncales y comunitarios, que abonen a la comunión eclesial mediante el diseño de las líneas generales de gobierno, que den dirección a la labor pastoral, que permitan brindar una atención debida al presbiterio, generen una mayor cercanía con los fieles y fortalezcan nuestra identidad arquidiocesana. No se trata de romper con todo lo que ya se ha trabajado y que ha dado buenos frutos, pero sí de estar atentos para actualizar nuestra perspectiva y crear nuevos hábitos, según sean necesarios para cumplir con la misión de la Iglesia.
Como comunidad, precisamos asumir una nueva sensibilidad para entender y anunciar el Evangelio, que sea coherente con nuestras ideas y con nuestras acciones, para poder ser partícipes de ese proceso gradual de definición de valores consensuados, que aseguren la subsistencia de la cultura de cristiandad, que tiene tanto que aportar en los contextos por venir. Para eso, necesitamos ser una Iglesia en salida, que esté al servicio de la sociedad y sea fiel reflejo de Cristo, que es lo que le dará autoridad y fortaleza; es decir, que nuestra preocupación por preservarla como institución no sea para que la Iglesia viva, sino para que la Iglesia sirva. Este es el sentido de los cambios por los que la Iglesia de Cristo se debe encaminar para crecer y dar frutos de santidad.
Pidamos a Santa María de Guadalupe, Reina de México y Emperatriz de América, que guíe esta transformación como lo ha hecho desde hace ya casi 500 años, reconociendo la necesidad de la conversión personal y pastoral de cada uno de nosotros, a fin de llegar a ser esa Iglesia en comunión, que comunique la vida trinitaria al servicio del prójimo, la cual, Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, estableció para dar a conocer al verdadero Dios, por quien se vive.
+ Carlos Cardenal Aguiar Retes
Arzobispo Primado de México
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