Hay que repetirlo tantas veces como sea necesario: cada asesinato, cada agresión sobre la piel de un ser humano es incompatible con los valores de una moral y una ética occidental.
Es un principio sencillo que penetró sutil y sólidamente en lo profundo de nuestra cultura a través de la doctrina y la práctica cristiana pero que se ha debilitado hasta el punto en que –terrible absurdo- un personaje puede decir sin pudor y en cadena nacional que el remedio a los actos de los antisociales es la mutilación de sus cuerpos.
Pero incluso, fuera del cristianismo, el principio ético de obrar a favor del bienestar del prójimo ha sido tema central de muchas iniciativas globales; y es quizá una de las búsquedas más nobles de la humanidad; sin embargo, México da cátedra inversa de este orden. Los múltiples crímenes que se realizan a lo largo y ancho del país (así como la brutalidad de sus actos) obligan a replantear no sólo la estrategia de seguridad o las acciones contra el crimen y la violencia.
Se requiere comprender qué valores éticos y morales subsisten en el tejido social y saber si estos orientan la acción a favor del bien común o son reacciones defensivas del bienestar egoísta.
Es preciso un diálogo cultural amplio y honesto, que desnude el estado de salud en la moral del mexicano; que exhiba las razones por las que no escandaliza lo suficiente que estudiantes desaparezcan, que jóvenes sean disueltos en ácido, que miles de mujeres sean asesinadas sólo por ser mujeres; pero sobre todo, que inmigrantes, políticos, académicos, sacerdotes o periodistas sean ultimados por representar esas estructuras intermedias que construyen puentes entre la miseria y la opulencia, entre la ignorancia sistémica y el monopolio cultural, entre las formas de esclavitud modernas y la plena libertad productiva, entre la identidad de pertenencia y el nihilismo nómada.
Decía el misionero franciscano Toribio de Benavente (uno de los primeros doce evangelizadores de México) que en los restos de la conquista espiritual del siglo XVI, los indígenas conservaban alguno que otro ídolo pero “podrido o tan olvidado o tan secreto que los tienen por piedras o por maderos […] tan olvidados como si cien años hubieran pasado”.
Aquella fue una colisión cultural que –bien que mal- fue sembrando valores cristianos en la sociedad mestiza que se forjaba; pero tras 500 años de aquel encuentro, las palabras del que se hizo llamar Motolinía (el que se aflige, en náhuatl) no habían sido tan proféticas: hoy, en México, el segundo principio más importante del cristianismo (“Ama a tu prójimo como a ti mismo”), es un mandamiento que se parece a los ídolos que el fraile contempló: podrido, olvidado.
La última semana ha sido inasimilable, la violencia sigue mostrándose como un absoluto cultural y pragmático, como un personaje omnipresente en cada evento de la vida del país. Las constantes y bestiales crónicas de crímenes en México parecen tener correspondencia con el discurso con el cual el Padre Ferreira (el sacerdote apóstata de la novela ‘Silencio’ de Shisaku Endo) explica la ineficacia de todas sus estrategias de enseñanza evangélica en el Japón del siglo XVII: “El retoño que traje, rápidamente se descompuso hasta sus raíces en este pantano”.
El que la propuesta salvaje de amputar la mano al ladrón tenga más aceptación popular que la del diálogo abierto por la paz posible es la muestra irrefutable de nuestro pantano, es evidencia del estado de corrupción en el que se encuentra el valor de la dignidad de la vida humana en nuestro país. Y, en ese escenario, ¿en verdad enviaremos a más militares y policías a ese pantano putrefacto creyendo que allí instaurarán valores (estado de derecho, legalidad, orden social) que no se viven en conciencia ni queremos adoptar del todo? ¿Seguiremos erigiéndonos inmaculados en falsas peanas de mármol para condenar al prójimo por sus errores sin aceptar el lodo en nuestros bolsillos? ¿No habrá sido quizá esa actitud la que nos ha llevado a este punto tan dramático en primer lugar?
El diálogo por la paz no sólo es posible, es necesario para una nación que contempla el naufragio de la sociedad intermedia junto a sus valores de convivencia y crecimiento. Sólo así habrá tierra fértil para la ética común; para que las víctimas, aun las que han sido enterradas, sean semilla de un escenario mejor.