El perdón, como todo valor, puede aprenderse en la familia. Un sacerdote nos lo explica.
¿Por qué practicar el perdón en familia?, y ¿cómo enseñarlo a los niños y niñas? Empecemos por una historia.
Nicolás Bravo era un héroe del perdón. Don Leonardo Bravo amaba mucho a su patria; por eso, cuando se inició la lucha por la independencia, él, su hermano Miguel y su hijo Nicolás, se enrolaron como soldados, dispuestos a dar su vida. A don Leonardo lo tomaron prisionero y lo trajeron a México donde fue fusilado el 13 de septiembre de 1812.
Mientras tanto, su hijo, don Nicolás, venció a los españoles en la batalla del Palmar y les tomó 300 prisioneros. Ése mismo día recibió la noticia del fusilamiento de su padre. Lleno de dolor, su primera reacción fue ordenar que fusilaran a todos sus prisioneros al amanecer del día siguiente. Humanamente hablando era lo lógico, pero esa noche don Nicolás ganó otra batalla, la más importante de su vida, la batalla contra su deseo de venganza, y ¡perdonó la vida a los 300 prisioneros, además de ordenar su liberación!
Perdón y clemencia. El perdón es no tomar en cuenta la culpa. Clemencia es perdonar también la pena, y todo esto por benevolencia, es decir, por el amor de aquel que perdona.
Cuando alguien me ofende tiene culpa y merece una pena. Si la culpa es grave, la pena la aplica la autoridad designada para ejercer justicia. Si la culpa es leve, la pena suele ser que yo ya no le hable a esa persona, que la borre de la lista de mis amigos y que jamás vuelva a beneficiarla. Pero si procedo a hacerle el mal, entonces hablamos de venganza que suele ser más injusta que la ofensa original.
Lo contrario al amor es el odio y es este sentimiento el que nos lleva a guardar rencores interminables y a planear venganzas que nos hacen más indignos que el que nos ofendió. El odio nace de un exagerado amor a nosotros mismos, es decir, de nuestro egoísmo. Se dice que sufre más el que odia que el odiado y es muy cierto.
¿Por qué practicar el perdón?
El perdón nace de la bondad natural de la persona o del amor natural que se tiene al que cometió la culpa. Los peduaadres perdonan con mucha facilidad las faltas de los hijos porque los quieren.
Cuando se perdona una gran culpa, entonces se habla de que el que perdona tiene magnanimidad. Si además se perdona el castigo merecido por la culpa, entonces es clemente. Los cristianos perdonamos, además, por nuestros principios evangélicos.
En la solapa de un católico vi un escudito que decía 70X7 y, de pronto, no capté el significado. Le pregunté y me dijo lleno de orgullo por sus conocimientos bíblicos: “Jesús le dijo a Pedro que perdonara setenta veces siete”. (Mt 18, 21) Los que seguimos a Jesús perdonamos siempre. Perdonamos como el Padre Dios nos perdona (Mt 6, 12).
Perdón y castigo
Si enseñamos a los hijos a pedir perdón, también enseñémosles a perdonar.
El perdón está muy relacionado con la justicia. El hijo flojo puede pedir perdón por no haber aprovechado la escuela. Los papás ciertamente lo perdonan, pero, en justicia, deben corregir
al hijo e incluso aplicarle un castigo correctivo que lo enseñe a ser responsable de sus obligaciones. Se perdona la culpa, pero se le pide al hijo que no salga de la casa, que no vaya con los amigos, que no vea televisión, para que recupere el tiempo perdido en sus estudios. No es una venganza, es un castigo justo que el hijo deberá cumplir incluso con alegría porque sus padres lo perdonaron. ¡Cuidado! Si el castigo denigra, es venganza.
Te perdono, pero ni creas que se me olvida
Cuando el que nos ofende es un ser muy querido, causa en nosotros un gran dolor unido a la desilusión natural por la pérdida de la confianza en el ser amado. Se puede perdonar, incluso se desea perdonar, pero ¿cómo restaurar la confianza? Se ha perdido la ilusión y va a ser muy difícil que renazca.
El que ofende y pide perdón debe comprender que pasará mucho tiempo para que se vuelva a la confianza original y que a él le toca hacer méritos para que “se le olvide” la ofensa al ser amado.
Sus hijos aprenderán a perdonar…
Si ustedes, esposos, no permiten que se ponga el sol sobre su enojo.
Si no se aplican esa ley del hielo que mata de frío el amor conyugal.
Si son capaces de reconciliarse con esos parientes que no los quieren.
Si no se hacen del rogar ni piden condiciones cuando sus hijos piden su perdón.
Si ustedes mismos reconocen sus culpas y piden el perdón de los hijos humildemente.
Si oran con sus hijos por las personas que les hacen daño.
Si les piden que se perdonen entre hermanos simplemente porque se quieren.
Fuente: Desde La Fe