En días pasados fue muy sonada la noticia de los mencionados “Diablitos”, adolescentes de 13 años que se dedican a asaltar a personas en sus vehículos –comúnmente– sobre Avenida Periférico en la Ciudad México.
Nuestras leyes mexicanas no contemplan cárcel para menores de 16 años. En estos casos, son presentados ante la autoridad y los padres de familia pasan a retirarlos en un lapso no mayor a 24 horas.
Los noticieros han dado sensacionalismo a la respuesta de los padres de familia de dichos jóvenes ante los comentarios de la sociedad. Han respondido “lo que hacen ellos son travesuras”.
Me ha llamado poderosamente la atención dichas palabras; y como fruto de un diálogo profundo con la Dra. Audrey O’Connor Sánchez, especialista mexicana en psicoterapia clínica y atención a menores en situación de riesgo; la óptica dirigida hacia este aspecto se torna más que acusatorio, preocupante.
¿Debemos dirigir la mirada a estos menores delincuentes?, ¿quién la dirige hacia sus padres?, ¿qué responsabilidad tiene la estructura llamada “sistema”?, ¿qué hemos hecho como sociedad para erradicar la delincuencia juvenil?, ¿por qué estos jóvenes no están en su casa, o en la escuela o en alguna actividad formativa propia de su edad?, ¿cuáles son los daños colaterales que emergen?
Muchos hemos sido víctimas de la delincuencia, y sabemos lo impactante, doloroso y molesto que es enfrentarse a ello. Sin embargo, desde una mirada pedagógica convendría mucho preguntarse: ¿Qué alternativas hemos planteado para hacer llegar una manera de pensar y actuar diferente?
Sin que sea una justificación de lo ocurrido, es grave escuchar en los padres de los jóvenes denominados, esta defensa ubicada en acciones infantiles de juego y entretenimiento.
Si para un adulto cuya responsabilidad es ser padre de familia –y con ello educar y formar a sus hijos– escuchamos este tipo de argumentos. No es de extrañarse que el estrato de nuestra juventud vea normal y como un oficio cometer actos delictivos.
¿Se solucionaría si los jóvenes fueran a la cárcel? Pienso que se lograría más si los padres de familia asumieran la función que les corresponde. Porque entonces, ¿para qué un hogar?, ¿para qué la escuela? No olvidemos que el hogar es la primera escuela y la escuela es el segundo hogar.
El concepto “escuela para padres” toma fuerza. No en un sentido ambiental, sino como misión de cada día. Y juntos, sociedad y gobierno multiplicar espacios que sean alternativas de crecimiento personal para todos.
Y es que educar es un proceso que dura toda la vida. No se puede aseverar que el proceso está concluido. Pero, a veces, nos gana la soberbia y creemos que ya no necesitamos ayuda, soporte, orientación. Que necesario y delicado es educar no solo con la palabra, sino con los hechos. A esto se le llama coherencia, testimonio, y es la mejor didáctica para explicar algo.
Seguramente, hemos visto que los padres roban delante de los hijos, o incluso los hacen partícipes. Y roban cosas en el mercado, en establecimientos comerciales, propinas a la vista de todos, o con alguna mentira obtienen algún recurso económico o material, etc. ¿Será que es su única alternativa?, si lo es, ¿hasta dónde impacta involucrar a un menor?
Impacta de tal manera que bien lo expresa el Evangelio: “Pero al que escandalice a uno de estos pequeños, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos y le hundan en lo profundo del mar” (Mt, 18,6 ss).