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Libertad Religiosa

¿Cómo confesarse sin sentir vergüenza?

Un personaje de El americano tranquilo, la novela de Graham Greene (1904-1991), ateo él, y además recalcitrante, dice un día así a un sacerdote, que lo escucha sonriendo:

“-Si yo creyera en Dios, que no es el caso, seguiría aborreciendo la idea de la confesión. ¡Arrodillarse en una de esas cajas! ¡Exhibir el alma ante otra persona! Tiene que disculparme, padre, pero a mí me parece una cosa morbosa, hasta inhumana”.

La verdad sea dicha, jamás ha sido indispensable arrodillarse en una de esas cajas de las que hablaba aquel hombre; es más, si esas cajas han existido y seguirán existiendo es precisamente para que el sacerdote no sepa quién es el que está confesando sus pecados: para preservar el anonimato del penitente. Si todos tuvieran que confesar sus culpas a cara descubierta, entonces sí que la Iglesia se mostraría inhumana. Pero, puesto que no son pocos los que así piensan sobre este asunto, querría decir algo en torno a él: algo sencillo y sin demasiada importancia.

En efecto, hay quienes no se confesarían por nada del mundo y que hasta han llegado a decir que, si el sacramento de la Confesión existe, es porque la Iglesia se lo inventó para ejercer sobre sus fieles un control de tipo policíaco, como de llamadas intervenidas o algo así. Sin embargo, si alguien le preguntase a un sacerdote cuál de todas sus actividades diarias le parece la más ingrata, seguramente obtendrá esta respuesta: “Confesar, evidentemente”. Y se comprende, porque eso de estar oyendo historias de faltas y transgresiones no es agradable para nadie. Además, a nadie le gusta la idea de acabar convertido en un vertedero de basura.

Y, por otra parte, ¿para qué íbamos a querer enterarnos los sacerdotes de cosas que luego no podemos contar? Los chismes son para contarse, pero, puesto que no podemos contarlos luego, la confesión de los pecados no tiene nada de chisme. Porque es preciso saber que si un sacerdote revela aunque sea la cosa más banal e intrascendente de algo que le ha sido confiado bajo secreto, queda al instante excomulgado. Sí, así como se oye: excomulgado.

A veces, cuando se confiesan esposa y esposo, ella en primer lugar y él en segundo, suele decir éste al sacerdote:

-Como ya le dijo mi señora…

Entonces uno tiene que preguntar:

-¿Qué cosa? –O, sea, fingir ignorancia, demencia o amnesia. ¡Uno no sabe nada! ¡A uno no le han dicho nada!

Hubo en el pasado un rey más celoso que Otelo –Wenceslao IV– que se moría por saber si su mujer, la reina –Sofía de Baviera-, lo engañaba con algún conde, archiduque o chambelán. ¿Y quién podía sacarlo de la duda si no el confesor de ambos? Así que, muy consciente de su poder, le preguntó al confesor:

-¿Mi mujer me engaña? Tengo en mi poder serias pruebas que me lo hacen suponer. Y, por lo demás…

El confesor le explicó que no podía revelar nada de cuanto la reina le había confesado, y que si tenía tantas ganas de saber si lo engañaba, que se lo preguntara a ella.

-¿Alguna pista, por lo menos?

-Ninguna pista –respondió el confesor.

-Recuerde que soy el rey.

-Lo tengo en cuenta.

-¿De manera que no va a hablar?

-No.

El clérigo fue llevado al suplicio, y hoy es el santo patrón de los confesores. ¿Su nombre? San Juan Nepomuceno (1320-1393), de nacionalidad checa y arzobispo de Praga durante dieciocho turbulentos años.

Otra cosa que voy a decir puede sonar increíble y maravillosa, pero puedo jurar que es verdadera punto por punto y coma por coma: esto de la Confesión es un misterio, porque cuando veo en la calle a alguna persona que se confesó conmigo a cara descubierta la semana pasada o incluso ayer por la tarde, no consigo recordar lo que me dijo. ¿Qué pecados confesó? ¡Vaya usted a saber! Y esto que digo no es mentira, sino la pura verdad. ¡Y pensar que hay gente que no se confiesa por lo que pueda uno pensar de ella! Pero uno no piensa nada ni recuerda nada.

Una vez, una piadosa mujer, aunque algo conflictiva, me dijo en tono confidencial:

-¿Sabe por qué no me confieso con usted? Porque luego no podría verlo a la cara. No viviría tranquila si yo supiese que usted sabe… ¿Me comprende?

-Despreocúpese –le dije-. Lo que usted me diga hoy, mañana lo habré olvidado.

La mujer abrió los ojos de tal manera que parecían dos lunas.

-¡Cómo es eso! –exclamó indignada-. ¿Es que los sacerdotes no le dan importancia a lo que los feligreses les confiamos? ¡Dios mío! ¡Y yo que pensaba que nos tomaban en serio!

Estaba enfurecida. Pero, ¿qué podía decirle sino la verdad?

De manera que si alguna razón tenía el personaje de El americano tranquilo al decir que la confesión era una práctica inhumana, no la tenía por el penitente que se arrodilla en esas cajas, como él las llamaba despectivamente, sino por el sacerdote, a quien le gustaría con toda su alma escuchar historias un poco más risueñas. Pero, ¿qué le vamos a hacer, si ésta es una de las cosas que Cristo encargó a su Iglesia? Alguien, pues, las tiene que hacer, y esos somos nosotros, los sacerdotes. ¡Así que nada de miedos, y a confesarse para recibir al niño Dios en esta Navidad!

  1. Juan Jesús Priego

SIAME

 

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