Amber tiene cinco hijos. Uno de ellos sufrió al nacer una parálisis cerebral severa, otra de sus hijas un derrame cerebral y la más pequeña nació con espina bifída, por la cual no puede utilizar sus piernas.
Esta madre era una mujer de fe, pero nunca había pensado en el sufrimiento como parte de su proyecto de vida tras casarse. Y, sin embargo, éste le ha acompañado en todo momento, haciendo cuestionarse en muchas ocasiones qué pretendía Dios con todo esto. Pero tras varios años y acontecimientos muy dolorosos, consiguió comprender que había sido como María a colocarse a los pies de la cruz. Fue entonces cuando las cadenas se le cayeron y volvió a ser libre.
Unos acontecimientos muy duros para cimentar la fe
En un testimonio contado en primera persona Amber VanVickle, cuenta cómo ella y su esposo Dave se han encontrado con Dios y han podido cimentar mucho más su fe tras los duros acontecimientos que han vivido en estos años.
“Cuando nos imaginábamos nuestras vidas, el sufrimiento no fue un capítulo sobre el que escribiéramos. Para mí era un tema del que siempre huía, un capítulo que omitía. Me burlaba de aquella idea de que el sufrimiento fuera un ‘regalo’ o una ‘bendición’. Sin embargo, el sufrimiento, marcaría mi vida y mi maternidad, más de lo que jamás habría imaginado”, cuenta esta madre en National Catholic Register.
La petición de un milagro para su hijo
Afirma que a veces lo más complicado es ver cómo se vienen abajo todos los planes e ideas preconcebidas de la vida futura. Para ella empezó hace siete años, el día en que nació su segundo hijo. El parto se adelantó dos meses y Max nació con un daño cerebral severo, que acabó siendo una parálisis cerebral. Cuando se lo dijeron los médicos se quedó estupefacta.
Entonces pidió a Dios un milagro. Quería que su hijo fuera curado y pedía en todo momento que todo cambiara. “¿No era eso lo que quería Dios? ¿No dijo Él, ‘pide y recibirás’, y que si tuviéramos fe como un grano de mostaza…? ¿No había sido fiel, siempre obediente en la fe?”, se preguntaba esta madre.
Entonces un amigo sacerdote le dijo una frase que la enfadó profundamente, pero que con el tiempo fue una ayuda: “Estás pensando en Dios como ‘Santa Claus Jesús’”. Sin embargo, ella seguía desde su fe pidiendo por el milagro, pero éste no llegaba, hasta que concluyó que “Dios debe querer que seamos pacientes”
“¿Cómo podía Dios hacer esto?”
Pero los años pasaron y entonces su hija Josephine, que tenía un año, sufrió un derrame cerebral. “Una vez más me quedé estupefacta ante el Señor: ¿cómo podía hacer esto? Ya habíamos sufrido tanto, ¿por qué está sucediendo esto? ‘Dios te está poniendo a prueba’, ‘esto es un ataque espiritual, nos decían muchos, porque ellos, al igual que nosotros estaban incrédulos”.
Amber seguía tratando de entender desde la fe lo que estaba ocurriendo en su familia. “Debe ser que no tengo suficiente fe –pensaba ella-. Debo ‘esperar contra toda esperanza’ como Abraham y entonces mis oraciones serán respondidas”. Y seguía creyendo que si aumentaba la oración “luego lo entenderé y entonces, si tengo fe verdadera, mis oraciones serán respondidas”. “Pero debajo de todo esto había un terreno inestable”, aclara ahora.
“Mi corazón murió”
Un año y medio después, cuando todavía estaba inmersa en esta lucha interior, nacía Louisa, su quinta hija. Pero lo hacía con espina bífida, lo que dejó a la pequeña sin poder mover las piernas y con un trastorno genético grave.
Durante el embarazo Amber volvió a confiar en que Dios tuviera misericordia de ella y su hija naciera finalmente sana. “Mi corazón murió al saber que no, que ella no se había curado”, recuerda ella.
Y de nuevo surgieron en ella más preguntas sobre Dios: “¿No se da cuenta de la crueldad de esta situación? ¿No se da cuenta del dolor?”.
La lucha con Dios y la rendición final
También surgieron las dudas y esta madre llegó a plantearse que “tal vez no quiero un Dios que me haga esto. Quizás sea menos doloroso no creer. Tal vez es mejor creer que te pasan cosas terribles y que un Dios benévolo no te está cuidando. Porque, ¿cómo era posible esto?”.
Así fue como el Señor desnudó totalmente su corazón. “Despojada y rota, me quede sin nada en el corazón. Solo entonces pude finalmente decir: ‘no sé nada, Señor ¿Quién eres tú? ¡Revélate a mí!”. Y entonces, explica ella, “el Señor se reveló a sí mismo en mi corazón”.
La pequeña Louisa nació con espina bífida
La paz y libertad que finalmente halló
Le costó rendirse al Señor pasar por tres de los peores sufrimientos por los que puede pasar una madre. No había logrado ver “cómo había creado una identidad falsa de Él”, un Dios que quería hacer a su medida. Sólo entonces pudo arrodillarse y decir: “Señor, no es mi voluntad, sino la tuya”.
“¿Qué encontré en la rendición? Paz, suavidad y libertad. El Señor cogió mis cadenas. El Señor tomó las cadenas de la esclavitud de un amor que se basaba en las exigencias, la manipulación, el miedo y la desesperación. La esclavitud de un amor que se había vuelto amargo, enfadado y opresivo. La esclavitud de un amor que era superficial e indigno de este nombre. Encontré la libertad de amarlo por lo que Él es, libertad para amar a Dios porque él me amaba primero. A pesar de mis cargas y mi corazón roto, gracias a mis cruces, finalmente pude decirle a Dios: ‘Te amo, siempre, siempre, siempre’”.
Amber explica que entonces “aprendí a dejar de preguntar ‘por qué’ y comenzar a preguntar ‘qué’. Como dice el padre Jacques Philippe, tener ‘valentía’ para dejar algunas preguntas sin respuesta y preguntar: ‘¿qué quiere Dios de mí?’ Libertad. Cadenas rotas. Libertad de saber que los caminos de Dios están más allá de nosotros, más allá de nuestro entendimiento. La libertad de saber que Dios hará cualquier cosa para llevarnos a Él, incluso romper nuestros corazones, porque la recompensa es mucho mayor”.