Dice el filósofo que “el viejo mundo siempre nos pisa los recuerdos”. Y es que, aunque el mundo moderno parece insistir que todos sus cambios son irreversibles, el contexto y el perfil de la realidad nos indican que algunas prácticas no fueron derrotadas sino que simplemente trasmutaron. Tal es el caso de la censura a la libertad de expresión.
La lucha por el reconocimiento a la libertad de expresión es casi tan añeja como los primeros intentos de plasmar las expresiones culturales para ser transmitidos, ya fueran largas distancias físicas o largas distancias temporales. Con la producción de pensamiento expresado, casi de la mano, viene la censura del mismo. La censura es una reacción que tiene por objetivo intervenir la expresión ya sea para cambiarla de forma, de contenido o, incluso, de silenciarla. La censura siempre ha sido vertical y descendente, se ejerce desde una autoridad y tiene la capacidad de integrarse a cualquier tipo de poder, sea fáctico, legítimo o institucional.
La censura es uno de esas expresiones que parece podrían vivir sólo en el pasado, pero no. Es un hecho que no termina de irse pero ya no tiene el mismo rostro. Hasta el siglo pasado, la censura tenía el rostro del poder; casi siempre representaba a un gobierno o bien a un enorme potentado económico, fáctico o cultural. La censura nacía en un elegante despacho o en un bunker lleno de armas, siempre del lado de quien tira el gatillo o de quien tiene el privilegio del poder. Pero hoy la censura ha tomado otro camino, uno más complejo.
En buena parte se debe a los avances tecnológicos que han convertido prácticamente a cada ciudadano –con cierto poder adquisitivo- en un productor de noticias, un realizador de contenidos, una fuente de información y un divulgador masivo de cierta relevancia en las dinámicas sociales imperantes. Pero no sólo el acceso a estas formas de producción y transmisión han cambiado el escenario, también las nuevas relaciones de los individuos con las estructuras sociales participan hoy de un nuevo modelo de operación entre gobiernos, estructuras, ciudadanos, consumidores, influenciadores y todo el resto de sujetos sociales en capacidad de expresión.
El volumen de información que cada día consume un individuo promedio es inmenso. Pensemos sólo en la actual contienda electoral en México. La cantidad de información que se desprende de un seguimiento permanente a cada uno de los candidatos así como de la producción de noticias falsas, memes, parodias, análisis, lecturas y hasta de la verificación de la veracidad y certeza de las fuentes hace prácticamente imposible que una sola persona pueda asimilar y comprender todo el fenómeno. Mientras más información consumimos es más difícil evaluar la calidad de esa información.
La censura del pasado eliminaría buena parte de la noticia y, bajo el sesgo del control, haría llegar a los consumidores sólo los datos que le sean convenientes; pero la censura hoy se enfoca más en los efectos de las decisiones de cada consumidor. No es simplemente ‘autocensura’ porque no su acto no es del todo voluntario, está sujeto a la construcción de su perfil social, sus preferencias y sus redes de información. Es el individuo al que el sistema de información le ha sesgado sus posibilidades para informarse según su perfil. El moderno ‘individuo informado’, con su actividad cotidiana para informarse en el mundo digital, no sólo ha seleccionado con criterio sus fuentes de información sino que ha decidido aislarse en continentes enteros de sus preferencias, un sistema que elude todo lo que le molesta y reafirma sólo lo que le da la razón. La censura moderna es la segmentación racional, emocional e ideológica basada en la seguridad de nuestras conciencias.
Y ese tipo de ruta sólo nos puede conducir a un destino: la polarización social. Volvamos a las campañas políticas: es cierto que poco a poco cada grupo comienza a radicalizarse más, comienza a tirar más de esa cobija que nos cubre a todos y que es la realidad. Cada opción política afirma que tiene la razón y, gracias a la inmensa información actual, en efecto hay un ‘ambiente’ en el que siempre la tienen. La única opción para mirar más allá de esa polarización, de no alimentar el monstruo de nuestra vanidad, es reventar la burbuja de nuestra tranquila conciencia, romper la censura del sistema de ‘preferencias’ y ubicarnos en un punto de cierta incomodidad, de vulnerabilidad dogmática. Sólo así se pueden remontar tanto la censura como las falsas noticias.