El sacramento de la Eucaristía es, propiamente, la santa Misa instituida por Jesús en la Última Cena. El pan y el vino que el sacerdote consagra y que son el Cuerpo y Sangre, alma y divinidad de Jesús se reciben en comunión.
De ese pan consagrado, desde hace muchos siglos, se envía una parte a los enfermos, impedidos y presos que no pueden asistir físicamente a Misa y que de ese modo se unen a la Iglesia en la Eucaristía.
Otra parte de ese pan consagrado, Cuerpo de Cristo, se reserva en el Sagrario para que los fieles lo visiten como signo de una devoción personal.
La lamparita roja de los sagrarios nos indica que allí está Jesús en Cuerpo, alma y divinidad. A veces estas visitas se hacen en grupo y culminan con la bendición del Santísimo.
Pero no hay que perder de vista que todo este culto a la Eucaristía fuera de la Misa, siempre hace referencia a la Misa en la que se consagró el pan y el vino.
Es como si la adoración del Santísimo sacramento fuera una prolongación de la santa Misa.
Los diáconos, por ejemplo, no pueden celebrar Misa porque no son sacerdotes, pero, a veces, hacen una celebración de la Palabra en la que dan la Santa Comunión consagrada en una Misa celebrada por un sacerdote.
Muy sabiamente la liturgia llama a estas celebraciones “en ausencia del presbítero”. No son la Misa, pero es un anhelo de participar en ella.
¿Qué vale más? Son el mismo sacramento, son la santa Misa celebrada o recordada. Lógicamente nuestra participación en la santa Misa es más importante y hasta necesaria.
Una Hora Santa bien vivida, una adoración al Santísimo llena de unción, una procesión solemne con el Santísimo, una vigilia de adoración traen una gran riqueza espiritual, pero siempre en referencia a la santa Misa.
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