Reconciliación. Es la palabra más repetida tras la declaración que todos los candidatos y todas las instituciones hicieron al reconocer el triunfo de Andrés Manuel López Obrador en la presidencia. Tienen razón: México necesita reconciliación. Pero la ha necesitado desde hace décadas por diversos motivos y no todos de índole política: por la violencia e inseguridad, por la corrupción e impunidad, por el utilitarismo cultural y económico, por la segregación social y la esquizofrenia moral.
El triunfo de López Obrador parece absoluto, los datos preliminares parecen asemejarse a lo que las encuestas dijeron a lo largo de la contienda: No sólo aventajaba a sus opositores, los superaba por un gran margen. Había un escondido clamor popular que fue difícil interpretar para ciertas instituciones y organizaciones, para diferentes grupos sociales que no sólo manifestaron su oposición al candidato tabasqueño y a sus ideas sino que bordearon la frontera del insulto contra él y contra sus simpatizantes.
Pero López Obrador tampoco está libre de este pecado. El señalamiento fácil de sus críticos como malquerientes, miembros o marionetas de una mafia inmoralmente poderosa también exige camino de perdón, reconciliación y proceso de paz.
El primero de julio del 2018 ya se ha convertido en un día histórico para la nación mexicana; no sólo por el triunfo de aquel que buscó tres veces la silla presidencial o porque México tendría el primer presidente de su historia emanado de la oposición de izquierda, sino porque la participación ciudadana en la jornada electoral superó las expectativas, porque a pesar de la gran convulsión social, el proceso electoral transitó con moderados exabruptos y, principalmente, porque las instituciones que llamaron ‘loco’, ‘demente’ y ‘peligro’ a López Obrador, fueron las primeras que extendieron su mano de apoyo, reconocimiento y respeto a aquel que las masas prefirieron con su voto. Algo parece que ha cambiado en esta larga y dolorosa tensión maniquea en la que se había instalado la conciencia mexicana.
Diría Chesterton que uno envejece para el amor y para la mentira pero nunca para el asombro. Y lo que ha sucedido es un asombro en toda regla. Los estrategas militares siempre recomiendan que tras una lucha encarnizada hay que replegarse para fortificar las posiciones pero la reconciliación exige una práctica más audaz: perdonar, descalzarse para andar por lo agreste, saberse vulnerable, necesitado de amistad y armonía.
Por supuesto, hay otro camino; el de la vanidad absoluta, el de la autosuficiencia. Pero ya lo dice el adagio: “Cualquier cosa que uno crea por sí mismo, lo aprisiona”. Y nada puede ser peor en estos momentos que apertrecharse en las seguridades del egoísmo. La ciudadanía lo ha comprendido: Ha cumplido con su responsabilidad al salir a votar, pero ahora falta la vigilancia de las autoridades, la participación en el servicio ciudadano y comunitario, el compromiso ético frente a los desafíos políticos y el combate a las degradaciones morales que deben ser revertidas como la violencia, la corrupción y la impunidad.