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Entre Dios y el abismo. ¿Bienestar sin Dios?

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Persona de pie al borde de un abismo frente a una cruz luminosa, simbolizando la decisión de México entre la fe en Dios y el vacío ideológico.
México se encuentra ante el abismo de perder su identidad espiritual: solo volviendo a Dios podrá construir un futuro con esperanza, justicia y verdadero bienestar.
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México se encuentra en una encrucijada espiritual, cultural y política. Nuestra historia, identidad y destino como nación no pueden comprenderse sin la presencia viva de Dios en la conciencia de su pueblo. Sin embargo, se está promoviendo una visión distorsionada de la relación entre fe y vida pública. Es urgente distinguir con claridad entre una sana laicidad y el laicismo ideológico que hoy amenaza las libertades fundamentales.

Sana laicidad: colaboración y respeto en la búsqueda del bien común

La sana laicidad es una concepción equilibrada y madura de la relación entre el Estado y las confesiones religiosas. No consiste en excluir a Dios del ámbito público, sino en reconocer la autonomía legítima de la autoridad civil respecto a la autoridad religiosa, sin ignorar que ambas están al servicio de la persona humana.

Esta visión, promovida por el magisterio de la Iglesia (cf. Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana, 2005), permite la cooperación leal entre Iglesia y Estado, en la búsqueda del bien común, el respeto a la dignidad humana, la paz y la justicia. En ella, el Estado no impone una religión, pero tampoco persigue o silencia la dimensión trascendente del ser humano.

En este marco, los creyentes participan en la vida social con libertad, sin necesidad de esconder sus convicciones. El Estado, por su parte, reconoce que la fe —vivida con autenticidad— contribuye al fortalecimiento ético y cultural de la sociedad.

Laicismo ideológico: exclusión sistemática y persecución encubierta

Por el contrario, el laicismo ideológico es una postura radical que busca expulsar toda referencia a Dios del ámbito público. Su objetivo no es la neutralidad del Estado, sino la imposición de una visión secularista que considera la religión como un obstáculo para el progreso.

Este tipo de laicismo se presenta como moderno y pluralista, pero en realidad es profundamente intolerante: censura las manifestaciones religiosas, restringe la libertad de conciencia, niega el derecho de los padres a educar según sus convicciones, y atenta gravemente contra los derechos humanos fundamentales.

Bajo esta lógica, la fe se reduce al ámbito privado, se limita la libertad religiosa y se pretende construir una sociedad sin alma, sin Dios, sin verdad objetiva. Pero cuando se elimina a Dios, se vacía también el fundamento de la ley, de la moral, del respeto por la vida y por la dignidad humana.

El ser humano necesita a Dios para ser plenamente humano

El hombre no es solo razón o voluntad: es también sed de infinito. La ausencia de Dios deja al ser humano incompleto, desorientado, vulnerable al engaño de las ideologías. Ninguna estructura política, ningún sistema económico o científico puede responder a su anhelo más profundo.

Como enseñó san Agustín: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. Quien excluye a Dios no se libera: se vacía. Se vuelve presa fácil del relativismo, de la manipulación cultural, de la pérdida del sentido de la vida.

Sin ética no hay derecho; sin derecho hay anarquía

Una sociedad no se sostiene únicamente con leyes. Necesita principios, virtudes, conciencia moral. La ética es el alma del derecho, y el derecho es el pilar del orden justo. Si se elimina la referencia objetiva al bien —es decir, si se elimina a Dios como fuente última del orden moral—, la ley se convierte en un instrumento de poder, no de justicia.

Cuando esto sucede, lo legal no necesariamente es lo bueno, y lo ilícito puede terminar siendo celebrado. El precio es alto: anarquía cultural, corrupción institucional, violencia estructural.

Es tiempo de actuar: Dios no debe ser excluido de la vida pública

Ya no basta con lamentarse o resistir pasivamente. Es necesario afirmar con claridad que México no podrá salir adelante si sigue excluyendo a Dios de su conciencia colectiva.

A los creyentes se les exige coherencia y valentía. No se les permite ya vivir una fe escondida, silenciosa o acomodada. Cristo debe ser anunciado con obras y palabras, con respeto pero con firmeza. No es opcional: es un deber.

A los gobernantes y legisladores se les debe recordar que la verdadera laicidad no consiste en borrar a Dios, sino en gobernar con justicia, con apertura a la verdad y con respeto al orden moral inscrito en la conciencia humana.

Conclusión: ¡Volvamos a Dios antes de que sea demasiado tarde!

La fe en Dios no impide la libertad ni obstaculiza el progreso: los purifica y les da sentido. Una nación que reniega de sus raíces espirituales se condena al vacío, a la confusión y al caos.

México no necesita más ideologías. Necesita recuperar su alma. Y el alma de México está herida porque ha sido arrancada de su fuente: Dios.

A ti, católico: no calles, no te escondas, no te acomodes. Da testimonio, forma tu conciencia, educa en la verdad. El país necesita tu fe vivida con integridad.

A ti, servidor público: no legisles como si Dios no existiera. No gobiernes ignorando que hay una ley superior que protege al más débil, al no nacido, al anciano, a la familia. Defender la dignidad humana sin Dios es construir sobre arena.

México está a tiempo. Pero no hay tiempo que perder. ¡Volvamos a Dios! ¡Volvamos con decisión, con claridad y con valentía! Solo así construiremos un país verdaderamente libre, justo y con esperanza.

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