Desde Bastión Político hemos alertado sobre los avances y riesgos de los vientres de alquiler, una práctica que atenta gravemente contra la dignidad humana. La maternidad subrogada no es solo un problema legal o social, es un asunto bioético profundo.
Todo comienza con la fecundación in vitro, un procedimiento que muchas veces es indispensable para estas prácticas, pero que implica decisiones éticamente cuestionables: se descartan embriones viables, se congelan para experimentación futura o simplemente se desechan. Desde el inicio, la vida humana se convierte en objeto, un recurso que puede ser manipulado.
Luego está la mujer gestante, utilizada como un simple instrumento: un “vehículo” para traer al mundo a un niño que no será suyo, un cuerpo transformado en una incubadora bajo demanda, expuesto a riesgos médicos y psicológicos por el mero interés de terceros. La instrumentalización de la mujer rompe con toda noción de respeto y autonomía.
El impacto sobre los niños es igualmente grave. Muchos nacen con identidades fragmentadas: hijos de óvulos y esperma de donantes anónimos, criados sin conocer a sus padres biológicos, o con una madre gestante que no es la madre social ni la madre genética. Estos niños enfrentan problemas de identidad, afecto y pertenencia, creciendo en un entramado confuso de relaciones familiares que pueden afectar su desarrollo emocional y social.
Los casos documentados son estremecedores: Heidi Lampros, una mujer estadounidense que no podía llevar a término un embarazo, recurrió a su madre, Barbara, de 54 años, para gestar a su hija. Barbara se sometió a tratamientos de fertilidad con un óvulo donado y el esperma del esposo de Heidi, convirtiéndose simultáneamente en madre gestante y abuela. Otro ejemplo es Cecile Eledge, de 61 años, quien gestó al hijo de su hijo y la cuñada de su hijo. Ambos casos reflejan no solo un enredo familiar complejo, sino un cuestionamiento profundo a la ética de instrumentalizar cuerpos humanos y relaciones afectivas para producir vida.
Además, está el problema de los donantes masivos, como Jacob Meijer, cuyos cientos de muestras de esperma en diferentes países podrían generar coincidencias genéticas inadvertidas, aumentando los riesgos de endogamia y enfermedades hereditarias. La bioética no puede ignorar estas consecuencias: estamos hablando de la manipulación de vidas humanas y relaciones familiares, con efectos que se extienden por generaciones.
En México, un país marcado por la corrupción y la inseguridad, la legalización de los vientres de alquiler abriría un mercado negro con graves riesgos: mujeres convertidas en fábricas humanas para el crimen organizado, niños tratados como productos y un desprecio absoluto por la dignidad de las personas involucradas. La iniciativa del diputado Luis Eduardo Pedrero González en Morelos, que busca aprobar esta práctica, pone en riesgo la ética y la seguridad de las familias.
Es relevante subrayar que, incluso dentro del feminismo institucionalizado, hay posturas que coinciden con la defensa de la mujer como persona y no como objeto. Clarisa Gómez Manríquez, titular de la Secretaría de las Mujeres de Morelos, ha dejado claro que las mujeres no son productos ni instrumentos, y que la maternidad subrogada debe ser cuestionada y rechazada. Este es un punto donde feminismo y defensores de la vida pueden coincidir, pese a otras diferencias, en defensa de la dignidad humana.
El debate no se limita a la ley o la política; es una cuestión de valores fundamentales. Frente a la instrumentalización de la vida y el cuerpo, tanto hombres como mujeres, familias, legisladores y ciudadanos debemos comprender que los hijos no son un producto ni un derecho a la carta: son personas con dignidad, que merecen crecer en un entorno afectivo, estable y respetuoso.
La maternidad subrogada es un atentado bioético que va en contra de la ética, la ciencia responsable y la moral pública. Defender a las mujeres y a los niños significa rechazar esta práctica, generar conciencia social y establecer límites legales claros para proteger la dignidad humana. Es una oportunidad para tender puentes entre movimientos que aparentemente se oponen, como feministas conscientes y defensores de la vida, mostrando que hay causas comunes que merecen un compromiso conjunto: la defensa de la persona y la protección de la familia.