En México septiembre es llamado ‘mes de la patria’, pues celebramos nuestra independencia. Cabe que nos preguntemos: ¿qué es y qué no es para nosotros, como católicos, el amor a la patria?
Amar a la patria es dar gracias a Dios porque nos permitió nacer en un país maravilloso, con magníficos y abundantes recursos naturales. Es agradecerle que nos permita disfrutar los más hermosos paisajes, la diversidad y riqueza de la comida, y sobre todo a su gente, que en su mayoría es muy buena, honrada, trabajadora, ingeniosa, creativa, que sabe verle lo jocoso a todo, amable, servicial, excepcionalmente solidaria, y capaz no sólo de dar, sino de darse a los demás.
Amar a la patria no es asumir el fatal estereotipo que nos han endilgado numerosos cineastas y escritores: el de que el mexicano es flojo, macho, cantador y gritón, que lo poco que gana se lo gasta en fiestas, apuestas, tequila, pulque o mezcal; que nunca cumple lo que promete; que todo lo deja para última hora y siempre llega tarde; que no puede salir de su mediocridad; que no es capaz de hacer bien un trabajo ni ganar una competencia internacional y que se la pasa durmiendo la siesta bajo un sombrerote y recargado en un nopal (el que inventó esa patética caricatura ignoraba que los nopales ¡tienen espinas!).
Amar a la patria es hacer lo que podamos lo mejor que podamos, y esforzarnos para que no haya desigualdad económica; que no se cometan atropellos e injusticias contra los migrantes que atraviesan nuestro país, y que nuestros propios paisanos no tengan necesidad de migrar; que no se ejerza violencia contra las mujeres (la mayor de las cuales es animarle a abortar: un crimen que dañará su cuerpo y su alma y que lamentará toda su vida); que no haya nadie en situación de abandono, de hambre, de miseria, que a nadie se discrimine o se descarte, ni desde su concepción ni hasta su fin natural.
Amar a la patria no es creer que copiar es progresar, que si imitamos lo que hacen otros países, seremos mejores y más ‘modernos’, por ejemplo en lo que se refiere a la fe: arrumbar lo religioso en el oscuro cajón de lo ‘retrógrado’, ‘medieval’ y ‘privado’, y expulsar a Dios no sólo del ambiente escolar, social, político y cultural, sino aún de lo que le es propio, despojando ciertas celebraciones religiosas de su significado original (por ejemplo: el día de todos los santos dar golosinas a niños disfrazados de diablos; en Navidad, animarlos a esperar a santa Claus, y dedicar Semana Santa a vacacionar), es no dejarnos invadir por ideologías que desde los medios de comunicación se han ido filtrando en las mentes de quienes las aceptan sin cuestionar y sin captar que no son positivas, sino gravemente perjudiciales y contrarias a la verdad.
Es no guiarnos por el ‘todos lo hacen’ ni por lo ‘políticamente correcto’, pues seríamos ciegos que van tras otros ciegos. Es seguir a Jesús, Luz del mundo, pues sólo así no caminaremos en tinieblas.
Amar a la patria es ser guadalupanos y encomendarla a la Madre de Dios, que es también Madre nuestra, y pedirle que como lo hizo cuando plasmó su imagen en la tilma de Juan Diego, nos rescate nuevamente de los ídolos, que hoy en día son el dinero, el poder, la fama, las adicciones, el placer. Que así como reconcilió a dos pueblos aparentemente irreconciliables, ahora sane lo que divide y polariza a nuestro México. Y que al igual que entonces, nos ayude a volver hacia su Hijo nuestra mirada y corazón, porque sólo en Él está la salvación.
Amar a la patria no es creernos autosuficientes ni celebrar nuestra independencia, sino reconocer nuestra dependencia: que estamos necesitados de Dios, que sin Él nada podemos, que no es cierto que basta con tener bienestar económico o salud o educación o diversión, que nada de eso sacia nuestra alma. Es pedirle a Dios perdón por olvidar que nos dio todo lo que somos y tenemos y que un día nos llamará a Su presencia. Es admitir que pecamos, que nos equivocamos, y rogar que nos asista, nos bendiga, y sostenga nuestra patria en Sus amorosas manos.
Fuente: desdelafe.mx